miércoles, 16 de diciembre de 2009

Irregularidades del servicio postal - Quali Nedino Vang



A Felipe Guevara Márquez


“Qué dios detrás de Dios la trama empieza”
Jorge Luis Borges


La carta llegó un lunes a mediodía y desde luego que pensé que era una broma de pésimo gusto, pero de todos modos no me atreví a leerla. Acababa de comer y me estaba alistando para ir a la Facultad. Supe del cartero porque escuché el rugido irracional de su motocicleta (ahora los carteros van de casa en casa trepados en sus motocicletas mientras los perros les ladran con frenesí. Pobres perros y pobres carteros) y luego escuché cómo silbó con su característico agudo parecido al fa bemol que me cae tan mal y que desearía que sólo escucharan los canes. Pitó con su silbato y gritó mi apellido y luego se fue. Cuando salí por la entrega el repartidor ya no estaba y entonces no pude decirle que seguro había un error en su entrega (de todos modos el cartero no podía tener la culpa, él sólo se dedica a entregar los sobres y quién sabe qué mano detrás suyo es la que los selecciona y los dispone en los paquetes postales correctos). La culpa también fue un poco mía por demorarme tanto. Antes de salir a recoger los sobres apuré, o mejor dicho dilaté, la taza de café de olla, levanté los trastes, recogí la mesa. Encendí un María Mancini sin filtro y entonces abrí la puerta (tampoco se me puede culpar a mí totalmente. La modernidad nos condenó a no esperar nada favorable de los carteros, nada nuevo; habrá quien los aguarde con ansiedad, yo, particularmente, no me entusiasmo con su silbido que no suele anunciar más que deudas y requerimientos de pagos mensuales por servicios que nos presta cualquier institución). Recibo del teléfono, recibo del servicio de televisión de paga, recibo del agua, recibo de la luz, estado de cuenta del banco, y aquí, durante la tercera bocanada, me detuve en seco: un sobre blanco, una carta de verdad (haría unos seis años que recibí mi última carta de verdad. Un amigo de provincia y yo solíamos escribirnos. Creo que la última vez que me escribió ya casi tenía novia). No había remitente, tenía mi nombre y mi dirección en la parte reservada al destinatario, pero sin remitente. Al darle la vuelta al sobre por pura inercia, porque eso es lo que uno hace cuando le llega una carta sin remitente, la mira por todos lados como si nunca antes hubiera visto una, descubrí que sí tenía remitente. No había dirección, pero había un nombre, y cuando leí ese nombre, que era el mío, se me cayó el cigarro de los labios y sentí vértigo, y de pronto fue como si se me hubiera roto la voz porque intenté un pero y sólo me salió la p. Luego intenté un Ay, Dios, y sólo me salió un ruido, como de pájaro enfermo.



Cuando pasó el trance ya no vi al cartero ni escuché su motocicleta ni al séquito de perros que siempre lo acompañan. En casa no había nadie, mi mamá había ido con mi tía a arreglar no sé qué asunto de su pensión mensual y yo estaba solo. Tal vez por eso me sentí más nervioso. Entré a casa, boté el resto de los sobres en la mesa, fui a mi recámara y me senté en la silla azul con la carta entre las manos. Luego me acosté en la cama y me puse a mirar el techo y a pensar. El techo me relajó siempre, desde niño, porque en el tirol blanco es fácil imaginar y entrever rostros y figuras. Al cabo me quedé dormido y soñé con un cartero y con un perro que era yo. Me desperté a las tres, cuando mi mamá y mi tía volvieron, recordé la carta de golpe, entonces supe que no debía mostrarla todavía. La guardé en un libro, guardé el libro en la mochila, colgué la mochila en mis hombros, me lavé los dientes y salí corriendo hacia la Facultad. Ya no era temprano, con suerte no perdería la primera clase.



Esa tarde estuve muy nervioso y apenas pude prestar atención, creo que el maestro insistía con su interminable perorata en el incalculable valor literario de Borges. Y yo pensaba en la carta cuando no pude más y me quebré, mejor huir un rato de Borges. Fui directo al baño a mojarme la cara y a mirar el reloj, y a mirar la carta. Todavía faltaba hora y media para terminar con El libro de arena, y no era que Borges no me gustara, era simplemente que no tenía cabeza para pensar. Seguí mojándome un cuarto de hora y mirando el sobre eventualmente. La siguiente clase tampoco tuvo éxito, no me distrajo. La maestra insistía con su interminable perorata en el alto valor literario de Samaniego y yo comenzaba a sentirme realmente muy cansado. Todavía tenía que aguantar dos horas. El cansancio, la carta, la literatura española del siglo XIX, me hicieron recordar los días más fatigosos y largos de mi vida. ¿O será mejor decir las noches? Por esos días o noches la rutina ya se había vuelto pesada, se convirtió en una especie de prosa confusa y repetitiva. O más bien un confuso poema vanguardista en verso libre, sin concierto ni orden ni tiempo ni metro ni nada. De mi casa a la Facultad, toda la tarde y a veces la mañana, de la Facultad al hospital, toda la noche, del hospital a mi casa, y de mi casa a la Facultad, y así durante meses. En octubre había muerto mi padre, pero su primer ingreso a cardiología, en urgencias, databa de abril. Yo en la clase de Investigación literaria cuando recibí una llamada de la que todavía guardo palabras aisladas pero entendibles. Como en un telegrama. Ven rápido a casa (punto) Tu padre (punto) Todo bajo control (punto) Un infarto (punto). No es necesario operar, pero eso sí, preciso aguardar aproximadamente diez días a que todo se estabilice, y luego a casa, y sin esfuerzos ni enojos, ya no puede comer tal tipo de grasas y de conducir mejor olvídese, si se siente mal venga, póngase esto debajo de la lengua (unas hermosas cápsulas bellamente circulares de nitroglicerina, como pequeñas perlas semitransparentes, casi verdes, como un jade semitransparente de nitroglicerina) y venga inmediatamente. (Pedirle a mi padre que no condujera fue como pedirle a un pájaro que no volara, o como pedirle al profesor que no disfrutara de la literatura de Borges). Dos días y la tercera noche el jadeo, la falta de respiración, el pecho que se infla trabajosa y vulgarmente, como una gaita mal arremetida, la perla casi jade bajo la lengua y a urgencias. Y luego ya no supe. Exámenes finales, trabajos semestrales, cursos intersemestrales, y el buen hombre hospitalizado, y luego siempre sí es necesario operar, pero habrá que aguardar un poco porque en este hospital no tenemos la tecnología necesaria (como si la vida fuera pura cosa tecnológica) y en el otro hospital sí, pero está lleno. Falsas alarmas de traslado, quince, veinte días, la ambulancia, por fin el traslado. Le explico, es necesario un estudio, se llama cateterismo cardiaco, es un procedimiento complejo pero de riesgo más o menos bajo para usted, un poco molesto pero absolutamente necesario en su caso, le explico, hacemos una pequeña hendidura en la ingle, claro que primero lo anestesiamos, la molestia es mínima, luego le introducimos unos catéteres, es decir, unos tubitos huecos y flexibles, cosa de niños, en su torrente sanguíneo a través de una arteria, y luego empujamos esos tubitos hasta su corazón, claro que bajo estricto control radiológico, medimos después la presión de sus cavidades, y luego inyectamos una sustancia contrastante de un color morado muy intenso, como de una violeta, ¿le gustan las flores?, en su ventrículo izquierdo para que su sangre se haga visible al equipo radiológico y así poder estudiar el movimiento de los segmentos que forman su ventrículo y su tamaño, y todo esto lo grabamos en una película para analizarlo con cuidado, ¿me explico? (¿Acaso nos dieron una copia de esa película para mirarla en familia?) Y mi padre tendido doce horas sin poder moverse después del estudio (porque era riesgoso moverse, podía desgarrarse algo) con una hermosa violeta plantada en el corazón. Y luego una operación más. El cateterismo nos dice que su arteria tal está totalmente obstruida, lo que vamos a hacer ahora es construir un puente en esa arteria con una vena que extraeremos de su pierna, operación a corazón abierto muy riesgosa, muy delicada, no le voy a mentir, podría morirse, por eso tiene que firmar aquí y necesitamos testigos, también necesitamos donadores de sangre para nuestro banco de sangre. Y luego mi primera donación sanguínea y mi primer desmayo, por no haber comido y por mal dormir y mal soñar con mi padre y su violeta en pecho.

La operación fue un rotundo éxito, sólo hay que esperar a que cicatrice totalmente la herida. Quince puntos en su increíble herida de superhéroe. Y luego catorce puntos bien cerrados y pus en el que faltaba. Y días y días. De la casa a la Facultad toda la mañana y a veces la tarde, de la Facultad al hospital toda la noche, del hospital a la casa, de la casa a la Facultad y de la Facultad al hospital, durante meses. Y mi padre sin sanar de ese punto de sutura que auguraba el punto final de este poema en verso libre.



Luego el alta voluntaria, bajo su propio riesgo, las curaciones dolorosas en casa cada tarde, las muecas de dolor e impotencia de no poder levantarse del sillón sin ayuda, la pérdida de sus fuerzas, el empequeñecimiento de su cuerpo, después el demasiado miedo, la pus, el reingreso al hospital, el demasiado miedo. ¿Y qué estaría pensando él, tan callado desde siempre? ¿Pensaba en su probable muerte más de lo que yo pensaba en su probable muerte? Y todo por un punto (¿qué diantres es un punto si se le compara con el universo? Seguramente mirar un punto de sutura a la distancia con todo el universo de trasfondo es más ridículo que mirar un elefante con todo el universo de trasfondo. ¿Qué diantres es un punto de sutura, de pus, de qué está hecho además de pus y sutura para tener el poder de segar de tajo 67 años de vida y todos los buenos deseos del mundo?). Operación nuevamente, Hay que hacer un lavado quirúrgico. Luego otro. Luego falló el riñón. La diálisis. Contrajo una neumonía, Hay que entubarlo. La inconciencia. Luego el demasiado miedo y la negación (siempre creí que todo su vía crucis era de rutina. Mi papá no se va a morir, eso ni siquiera lo pienses, mamá). Luego octubre y el punto final al poema en prosa. El punto de pus se expande. Mediastinitis. Al final una septicemia generalizada. Su corazón debió ser como una hermosa llama viva dentro de un relicario blanco, cristalino, almidonado de pus. ¿Quién reconoció el cadáver? La última noche fue larguísima, ni él ni yo teníamos prisa de que partiera definitivamente, pero sabíamos que tenía que ser. No supe cómo evitar el sangrado que fluía en riachuelos espesos y delgados quién sabe desde dónde y que descendía tibio e indiferente de su boca, sus oídos, su nariz. No sabía qué decirle ni cómo mirarlo sin el dolor que me subió desde el estómago hasta el cielo y que me hizo llorar como un animal dolorido, como lloraría un búfalo enamorado en la estepa nocturna, o como un ave a la que le quiebran la voz sin aviso ni anestesia, pero le tomé la mano y le prometí lo que nunca, y todavía le leí un larguísimo poema ¿Quándo será que pueda libre de esta prisión bolar al cielo, Filipe, y en la rueda que huye más del suelo contemplar la verdad pura sin duelo? Y luego nada. Murió diez minutos después de mi partida. Y luego nada. Ya era de día y afuera del hospital escuché en algún radio lejano esa canción que le gustaba tanto Sin ti no podré vivir jamás, y pensar que nunca más estarás junto a mí.



Y luego mi nombre tres veces, la maestra tomando asistencia y yo pensando en violetas fragantes, recuerdos intermitentes como telegramas, y perlitas de jade. Y también estaba pensando en lo pesada que se vuelve de pronto esa costumbre que tienen las familias de hacer que el hijo se llame igual que el padre, como en mi caso, porque así uno recuerda al que se va hasta en su propio nombre. Como si no fuera suficiente recordarlo todo el tiempo en lo que no es uno, en lo que está afuera de uno. Volví de golpe de mis pensamientos y levanté el brazo. Aquí, dije, Presente, Yo. Salí el último del salón y esa noche no me quedé como otras noches a tomar el consabido café y a fumar el María Mancini con mis amigos. Tampoco hablé a nadie de la carta que volvió a ocupar mis pensamientos desde que salí el último de la clase. De regreso a casa no leí nada. Apenas probé bocado al volver y cuando mi mamá me preguntó si me pasaba algo supe que todavía no era momento de mostrarle la carta. Nada, le dije, y para distraerla pregunté por el clima. Luego me acosté pero no conseguí dormir pronto. Estuve pensando hasta que el sueño me ganó como a las cuatro de la noche. O quién sabe si pensando, quién sabe si mirar una carta sea pensar en serio. Tomé la carta, el sobre, todavía sin abrir, y la guardé en un libro (no fuera a ocurrir que alguien la encontrara), y todavía sentí vértigo cuando la miré una vez más, tan blanca, tan callada, tan dirigida a mí. Debía ser una broma de pésimo gusto, pero todavía sentí vértigo al ver de nuevo el nombre que venía por remitente con esa caligrafía tan inconfundible que antes acusaba de recibo las tareas y los recados de mis cuadernos escolares, que rubricaba permisos para que yo pudiera ir de excursión a conocer las montañas o la fábrica de galletas, y que ahora me hacía pensar insistentemente en recuerdos con aspiración de telegrama, perlitas de jade y hermosas violetas sembradas en el pecho. Todavía sentí vértigo cuando miré esa caligrafía que por todo remitente tatuaba en el sobre un nombre igual al mío. Mi nombre.


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