A Felipe Guevara Márquez
“Qué dios detrás de Dios la trama empieza”
Jorge Luis Borges

La carta llegó un lunes a mediodía y desde luego que pensé que era una broma de pésimo gusto, pero de todos modos no me atreví a leerla. Acababa de comer y me estaba alistando para ir a
Cuando pasó el trance ya no vi al cartero ni escuché su motocicleta ni al séquito de perros que siempre lo acompañan. En casa no había nadie, mi mamá había ido con mi tía a arreglar no sé qué asunto de su pensión mensual y yo estaba solo. Tal vez por eso me sentí más nervioso. Entré a casa, boté el resto de los sobres en la mesa, fui a mi recámara y me senté en la silla azul con la carta entre las manos. Luego me acosté en la cama y me puse a mirar el techo y a pensar. El techo me relajó siempre, desde niño, porque en el tirol blanco es fácil imaginar y entrever rostros y figuras. Al cabo me quedé dormido y soñé con un cartero y con un perro que era yo. Me desperté a las tres, cuando mi mamá y mi tía volvieron, recordé la carta de golpe, entonces supe que no debía mostrarla todavía. La guardé en un libro, guardé el libro en la mochila, colgué la mochila en mis hombros, me lavé los dientes y salí corriendo hacia
Esa tarde estuve muy nervioso y apenas pude prestar atención, creo que el maestro insistía con su interminable perorata en el incalculable valor literario de Borges. Y yo pensaba en la carta cuando no pude más y me quebré, mejor huir un rato de Borges. Fui directo al baño a mojarme la cara y a mirar el reloj, y a mirar la carta. Todavía faltaba hora y media para terminar con El libro de arena, y no era que Borges no me gustara, era simplemente que no tenía cabeza para pensar. Seguí mojándome un cuarto de hora y mirando el sobre eventualmente. La siguiente clase tampoco tuvo éxito, no me distrajo. La maestra insistía con su interminable perorata en el alto valor literario de Samaniego y yo comenzaba a sentirme realmente muy cansado. Todavía tenía que aguantar dos horas. El cansancio, la carta, la literatura española del siglo XIX, me hicieron recordar los días más fatigosos y largos de mi vida. ¿O será mejor decir las noches? Por esos días o noches la rutina ya se había vuelto pesada, se convirtió en una especie de prosa confusa y repetitiva. O más bien un confuso poema vanguardista en verso libre, sin concierto ni orden ni tiempo ni metro ni nada. De mi casa a
La operación fue un rotundo éxito, sólo hay que esperar a que cicatrice totalmente la herida. Quince puntos en su increíble herida de superhéroe. Y luego catorce puntos bien cerrados y pus en el que faltaba. Y días y días. De la casa a
Luego el alta voluntaria, bajo su propio riesgo, las curaciones dolorosas en casa cada tarde, las muecas de dolor e impotencia de no poder levantarse del sillón sin ayuda, la pérdida de sus fuerzas, el empequeñecimiento de su cuerpo, después el demasiado miedo, la pus, el reingreso al hospital, el demasiado miedo. ¿Y qué estaría pensando él, tan callado desde siempre? ¿Pensaba en su probable muerte más de lo que yo pensaba en su probable muerte? Y todo por un punto (¿qué diantres es un punto si se le compara con el universo? Seguramente mirar un punto de sutura a la distancia con todo el universo de trasfondo es más ridículo que mirar un elefante con todo el universo de trasfondo. ¿Qué diantres es un punto de sutura, de pus, de qué está hecho además de pus y sutura para tener el poder de segar de tajo 67 años de vida y todos los buenos deseos del mundo?). Operación nuevamente, Hay que hacer un lavado quirúrgico. Luego otro. Luego falló el riñón. La diálisis. Contrajo una neumonía, Hay que entubarlo. La inconciencia. Luego el demasiado miedo y la negación (siempre creí que todo su vía crucis era de rutina. Mi papá no se va a morir, eso ni siquiera lo pienses, mamá). Luego octubre y el punto final al poema en prosa. El punto de pus se expande. Mediastinitis. Al final una septicemia generalizada. Su corazón debió ser como una hermosa llama viva dentro de un relicario blanco, cristalino, almidonado de pus. ¿Quién reconoció el cadáver? La última noche fue larguísima, ni él ni yo teníamos prisa de que partiera definitivamente, pero sabíamos que tenía que ser. No supe cómo evitar el sangrado que fluía en riachuelos espesos y delgados quién sabe desde dónde y que descendía tibio e indiferente de su boca, sus oídos, su nariz. No sabía qué decirle ni cómo mirarlo sin el dolor que me subió desde el estómago hasta el cielo y que me hizo llorar como un animal dolorido, como lloraría un búfalo enamorado en la estepa nocturna, o como un ave a la que le quiebran la voz sin aviso ni anestesia, pero le tomé la mano y le prometí lo que nunca, y todavía le leí un larguísimo poema ¿Quándo será que pueda libre de esta prisión bolar al cielo, Filipe, y en la rueda que huye más del suelo contemplar la verdad pura sin duelo? Y luego nada. Murió diez minutos después de mi partida. Y luego nada. Ya era de día y afuera del hospital escuché en algún radio lejano esa canción que le gustaba tanto Sin ti no podré vivir jamás, y pensar que nunca más estarás junto a mí.
Y luego mi nombre tres veces, la maestra tomando asistencia y yo pensando en violetas fragantes, recuerdos intermitentes como telegramas, y perlitas de jade. Y también estaba pensando en lo pesada que se vuelve de pronto esa costumbre que tienen las familias de hacer que el hijo se llame igual que el padre, como en mi caso, porque así uno recuerda al que se va hasta en su propio nombre. Como si no fuera suficiente recordarlo todo el tiempo en lo que no es uno, en lo que está afuera de uno. Volví de golpe de mis pensamientos y levanté el brazo. Aquí, dije, Presente, Yo. Salí el último del salón y esa noche no me quedé como otras noches a tomar el consabido café y a fumar el María Mancini con mis amigos. Tampoco hablé a nadie de la carta que volvió a ocupar mis pensamientos desde que salí el último de la clase. De regreso a casa no leí nada. Apenas probé bocado al volver y cuando mi mamá me preguntó si me pasaba algo supe que todavía no era momento de mostrarle la carta. Nada, le dije, y para distraerla pregunté por el clima. Luego me acosté pero no conseguí dormir pronto. Estuve pensando hasta que el sueño me ganó como a las cuatro de la noche. O quién sabe si pensando, quién sabe si mirar una carta sea pensar en serio. Tomé la carta, el sobre, todavía sin abrir, y la guardé en un libro (no fuera a ocurrir que alguien la encontrara), y todavía sentí vértigo cuando la miré una vez más, tan blanca, tan callada, tan dirigida a mí. Debía ser una broma de pésimo gusto, pero todavía sentí vértigo al ver de nuevo el nombre que venía por remitente con esa caligrafía tan inconfundible que antes acusaba de recibo las tareas y los recados de mis cuadernos escolares, que rubricaba permisos para que yo pudiera ir de excursión a conocer las montañas o la fábrica de galletas, y que ahora me hacía pensar insistentemente en recuerdos con aspiración de telegrama, perlitas de jade y hermosas violetas sembradas en el pecho. Todavía sentí vértigo cuando miré esa caligrafía que por todo remitente tatuaba en el sobre un nombre igual al mío. Mi nombre.